miércoles, 15 de junio de 2011

Me subo al tren de la vida.

Me siento, miro alrededor, ¿que puedo ver? Nada, veo muchas cosas que no son nada. Chicos que pelean por sus mochilas, un compañero de banco que decidió cambiarme por un videojuego, chicas planeando un fin de semana lleno fiestas y gastos, un aula vacía, sin colores, un aula triste, cada uno, se preocupa por si mismo. No siento que pertenezco a este lugar, me siento defraudada de la luz de las personas, sin embargo, sigo aquí, me someto a esto, y no quiero irme. Acepto las cosas como son, no pretendo cambiar la mente de nadie. Desde mi banco, también puedo escuchar una pareja de amigos discutiendo, nunca los había visto en alguna situación semejante, él se va, ella sufre en silencio, intenta esconderlo.
Cuando el profesor comienza a hablar, sabe que nadie lo esta escuchando, incluyendome a mi. Todos en su propia tarea, ya sea hablar, reír, llorar e incluso dormir, sin embargo, él decide continuar, y terminar su trabajo perfectamente, como lo hace un cirujano.
Llego a la conclusión de que tengo el desagrado de vivir en un mundo egoísta.
Me gusta pararme a mirar los trenes pasar, son increíbles. Ayudan a las personas a cumplir su destino. Son un elemento mágico, un boleto directo y sin escalas a la vida. Cientos de historias que se juntan en un mismo vagón. Nadie conoce a nadie, pero sin embargo, parece haber confianza infinita en el aire. Entonces, si uno deja de lado el egocentrismo y detener el mundo por tan solo un instante, van a poder observar, que cuando el tren pasa, el tiempo se congela, solo se siente el viento que acaricia inquieto la piel y el dulce sonido de la Libertad sobre las vías.

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Gentes que dejaron su marca.