
La lluvia, inundaba cada poro de la piel de la muchacha de agua cristalina.
El grupo de amigos, estas almas completamente diferentes entre si se habían reunido para festejar, para festejar en medio de tanta adversidad. Eran la única luz visible al costado de la ruta, no tenían mucha comida, ni mucha ropa para soportar el frió de la madrugada. En ese momento, en el que Luna bailaba, eran todos completamente iguales, abogados, médicos, profesores, que se fundían en música, en música y sus caderas, en sus caderas y la profundidad de la noche.
Una suave brisa enredaba los arboles con el cielo. Las canciones pasaban una a una pero nadie se atrevía a pararse a bailar, para no opacarla a ella. Mas de uno en esa ronda se derretía de tan solo sentirla cerca. Pero ella, lejana, imposible, era solitaria, debe ser por su tormentoso pasado, ese que de solo recordar baña sus ojos de lágrimas dulces, así como el Mar Egeo humedece las costas de Grecia. Quizá había encontrado el refugio en la música, había aprendido a resistir sola las grandes tormentas, como los navegantes.
Las horas avanzaban, Luna se sentó por primera vez en la velada, en un tronco maltrecho por el paso de miles y miles de acampantes. Se sentía viva cuando sus pies descalzos sentían el paso reseco. Se paro, corto una flor y se la coloco en el cabello, que superaba su cintura. Lacio, negro, abismal, un laberinto de espejos instalado perfectamente en su cuero cabelludo. Igual al de su madre, casi tan hermosa como ella, a diferencia, que Lucero tenia los ojos azules como el mar, y Luna, profundos como Zafiros.
Las estrellas se despedían con gentileza para darle paso al Rey Sol. Luna, que yacía dormida sobre el suelo, entreabrió sus ojos, y paralelamente a eso, el día comenzo.
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Gentes que dejaron su marca.