viernes, 20 de abril de 2012

Sofía.


No tomo la flor que quería regalarle. La había cortado hacia unas calles atrás. Era de color amarilla, pero no una margarita ni un tulipán. Era una rosa. No había visto ninguna como esa en mi vida, nunca. Era pequeña y no tenia aroma, era diferente a todas las demás, pero aun así había millares como ella a lo largo del mundo. Claro que yo no las había visto, yo solo encontré una y la corte para ella, pero no la acepto.

La vi alejarse y perderse en la multitud de la poblada calle corrientes. Se mezclo con miles de rostros que no conocía, y ahora era una mas de ellos, igual a cualquier otra mujer de mediana estatura y ojos marrones.
No corría, solo caminaba. De manera pausada y certera. En realidad, no sabia porque huía, tampoco sabía si en verdad estaba huyendo de mí, o estaba escapando del resto de su vida. No había palabras que avalaran su caminata, no había frases, poemas ni canciones. No había lágrimas ni risas. Solo un gran silencio, silencio entre la multitud, silencio en el ruido.

Sabía que tras mi espalda recaerían millones de años de gélida soledad, soledad que solo ella podría remediar. Sabia también que esas cinco letras que componían su nombre, adornaría mi camino de manera exagerada y exhaustiva. Me perturbaría incluso en la oscuridad de mi habitación, habitación que ahora es mía, y en algún momento fue de los dos.

Solo me basto unos segundos darme cuenta de lo que estaba perdiendo. Comencé a gritar desesperadamente, gritos mudos de desesperanza. Gritos que nadie parecía oír. El aire se quebraba mientras mi voz coreaba ‘Sofía’ a esa mujer, esa mujer que se ensamblaba con la distancia, esa que se había convertido en una sombra que ya mis ojos no podían abarcar.

La lluvia comenzó a humedecer mis lágrimas. El cabello se adhería a mi rostro, y mis pestañas pesaban producto de las gotas que acumulaban. Esperaba que esta lluvia arrastrara mis miserias, que la arrastrara a ella de mi corazón, y la dejara en el piso, debajo de mis pies. Aunque no seria tarea fácil. Sofía había plasmado su nombre con tinta indeleble, una tinta que el agua de la tormenta no podría borrar. Era propietaria de cada una de mis sonrisas.

Finalmente, desapareció. Su acto de caminar, concreto su ida. Ya no podía verla, aun así seguía parado, inmóvil, en medio de la avenida, o calle, o ciudad. Perdí el rumbo, la perdí a ella, en un sinfín de sentimientos y vacíos. La perdí para siempre, ojala vuelva a romper el cristal que recubre mis ojos llorosos, mis ojos de cielo gris.

No iba a extrañarla, no me lo permitiría, no lloraría por una joven de cabellos morenos. De todos modos, sabia que la buscaría en cada recoveco de mi habitación. Incluso debajo de la cama y detrás del sofá, convencido de que estaba jugando a las escondidas una vez mas, como solía hacerlo.

¿Qué más da? Encontrare alguien como ella, con sus ojos, su boca y sus mejillas. Tal vez incluso con ese pequeño hueco que se le forma al sonreír.  De no hacerlo usare una hoja y una pluma. Escribiré mi vida, desahogare mi pesar allí. Plasmare mi historia. La historia que comenzó en cuento de hadas y duendes, y acabo en la más profunda de las tragedias griegas. Me ocultare bajo un nombre falso, relatare cada detalle, desde el principio. Dos jóvenes amantes. Dejaría mi corazón en cada trazo de letra desprolija. Y si alguna vez lo leyera, se daría cuenta de que es ella. De que sigue siendo ella. Que nunca dejo de serlo. Que esta debajo de esa mascara. Si tendrá coraje, vendrá por mí. No estaré perdido en la multitud, como ella. Estaré aquí, o allí. En medio de la calle o en mi escritorio. Sabrá como encontrarme, estoy seguro.

Esperarla será mi condena, amarla mi cruz, y olvidarla mi resurrección. 

martes, 10 de abril de 2012