viernes, 7 de septiembre de 2012


Como todos los domingos del mes, se tomaron de la mano y comenzaron a caminar por el desperfecto empedrado. A caminar por un laberinto de mármol blanco y negro interminable. Llevaban comida, nada muy elaborado, el diario y unas flores blancas. En sus respectivos rostros se vislumbraban algunos cuantos años de llanto y en sus ojos una cristalización muy particular. Un llanto que a pesar del paso del tiempo costaba entender.

Por lo general los domingos eran soleados, y acostumbraban a llegar por la tarde, cuando el Sol ya no les quemaba tanto la piel. Pero este, este era especial. El aire ocultaba algo de dramatismo y algo lúgubre se escondía tras las nubes que hace rato anunciaban tormenta. Caminaban sin mirarse, pero siempre tomados de las manos. Tampoco miraban a nadie a su alrededor, si es que en serio había alguien. Después de unos minutos, llegaron. Por fin, llegaron. La caminata variaba cada semana de acuerdo al recorrido, a veces un poco más largo, y otras tantas veces un poco mas corto.

Había una mesa, y tres sillas. Como era rutina, ella se puso rápidamente a barrer y el, a leer el diario. Estas acciones se repetían religiosamente cada fin de semana, ella limpiando y el leyendo la sección de deportes, asombrado por el triunfo de su equipo de futbol predilecto. Cuando terminaban, ponían la mesa. El mantel blanco de tela anti manchas, y sobre el tres platos, tres pares de cubiertos, y así respectivamente. Comían tranquilos, sin hablarse ni mirarse. Un plato siempre quedaba repleto de comida, y como es obvio una servilleta sin usar. Levantaban la mesa, y guardaban todo de vuelta en la canasta. Hacia frio, pero allí no había estufas, ni calderas, ni nada. Pocas veces había luz, y casi siempre el silencio era eterno.

Permanecían allí largas horas, cada uno haciendo una cosa diferente. Antes de partir se tomaban el atrevimiento de quitar las flores secas y colocar el ramo nuevo en el florero, dándole vida al lugar nuevamente. Si no estaban allí, se sentían vacíos, su casa era vacía. Costaba entender a veces lo que hacían cada domingo. Se iban del barrio muy temprano a la mañana y volvían muy tarde a la noche. Casi no interactuaban con ningún vecino. Nadie terminaba de conocerlos del todo, a pesar de que llevaban decenas de años en la misma casa pequeña y colonial en la esquina de la avenida principal. El mundo parecía avanzar, pero no ellos. Siempre usaban la misma ropa anticuada, el mismo peinado, y los mismos zapatos. Comían siempre la misma comida y discutían siempre los mismos temas. Lo único certero era verlos salir de su casa juntos  y tomados de las manos.

A la hora de emprender la vuelta, ese domingo lluvioso, paso algo que rara vez había pasado. Se frenaron en la puerta. Se miraron y ella balbuceo algunas palabras.
-‘Serán treinta años ya’-dijo.
-Lo se, treinta años de leer el mismo diario.- respondió

Ambos se volvieron a tomar de las manos, y salieron caminando por el mismo camino desperfecto y empedrado que habían entrado.  Unos minutos les tomo salir del cementerio, y emprender la vuelta a su casa. 

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Gentes que dejaron su marca.