Como todos los domingos del mes, se tomaron de la mano y
comenzaron a caminar por el desperfecto empedrado. A caminar por un laberinto
de mármol blanco y negro interminable. Llevaban comida, nada muy elaborado, el
diario y unas flores blancas. En sus respectivos rostros se vislumbraban
algunos cuantos años de llanto y en sus ojos una cristalización muy particular.
Un llanto que a pesar del paso del tiempo costaba entender.
Por lo general los domingos eran soleados, y acostumbraban a
llegar por la tarde, cuando el Sol ya no les quemaba tanto la piel. Pero este,
este era especial. El aire ocultaba algo de dramatismo y algo lúgubre se escondía
tras las nubes que hace rato anunciaban tormenta. Caminaban sin mirarse, pero
siempre tomados de las manos. Tampoco miraban a nadie a su alrededor, si es que
en serio había alguien. Después de unos minutos, llegaron. Por fin, llegaron.
La caminata variaba cada semana de acuerdo al recorrido, a veces un poco más
largo, y otras tantas veces un poco mas corto.
Había una mesa, y tres sillas. Como era rutina, ella se puso
rápidamente a barrer y el, a leer el diario. Estas acciones se repetían
religiosamente cada fin de semana, ella limpiando y el leyendo la sección de
deportes, asombrado por el triunfo de su equipo de futbol predilecto. Cuando
terminaban, ponían la mesa. El mantel blanco de tela anti manchas, y sobre el
tres platos, tres pares de cubiertos, y así respectivamente. Comían tranquilos,
sin hablarse ni mirarse. Un plato siempre quedaba repleto de comida, y como es
obvio una servilleta sin usar. Levantaban la mesa, y guardaban todo de vuelta
en la canasta. Hacia frio, pero allí no había estufas, ni calderas, ni nada.
Pocas veces había luz, y casi siempre el silencio era eterno.
Permanecían allí largas horas, cada uno haciendo una cosa
diferente. Antes de partir se tomaban el atrevimiento de quitar las flores
secas y colocar el ramo nuevo en el florero, dándole vida al lugar nuevamente.
Si no estaban allí, se sentían vacíos, su casa era vacía. Costaba entender a
veces lo que hacían cada domingo. Se iban del barrio muy temprano a la mañana y
volvían muy tarde a la noche. Casi no interactuaban con ningún vecino. Nadie
terminaba de conocerlos del todo, a pesar de que llevaban decenas de años en la
misma casa pequeña y colonial en la esquina de la avenida principal. El mundo
parecía avanzar, pero no ellos. Siempre usaban la misma ropa anticuada, el
mismo peinado, y los mismos zapatos. Comían siempre la misma comida y discutían
siempre los mismos temas. Lo único certero era verlos salir de su casa
juntos y tomados de las manos.
A la hora de emprender la vuelta, ese domingo lluvioso, paso
algo que rara vez había pasado. Se frenaron en la puerta. Se miraron y ella
balbuceo algunas palabras.
-‘Serán treinta años ya’-dijo.
-Lo se, treinta años de leer el mismo diario.- respondió
Ambos se volvieron a tomar de las manos, y salieron
caminando por el mismo camino desperfecto y empedrado que habían entrado. Unos minutos les tomo salir del cementerio, y
emprender la vuelta a su casa.
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Gentes que dejaron su marca.