viernes, 21 de septiembre de 2012


Pájaros violetas, pájaros azules, prorrogan esta pena en forma de viento primaveral. De todos colores vuelan en torno al alma en pena que hoy se desahoga. Cantan afinados canciones de cuna, cantan y dan paz a esta loca que hoy grita desgarrada en el silencio de la oscuridad. Ese silencio que provoca la neblina de otra noche de soledad y agonía.

Regando el barro ya regado con lágrimas secas, regando el barro regado una vez más. Oliendo en mi piel tu perfume que tiene aires de cambio, tu perfume que no hace mas que socorrerme de esta inmensidad que me ahoga ahora y para siempre.

Esta mente que reclama tu presencia con los ojos entrecerrados, esta mente idiota que no hace más que sacrificarse ante la luna con recuerdos en forma de cuchillo, por los que corre sangre celeste y fría. Sangre que sale del corazón y se distribuye despacio por el cuerpo.

Tanto tiempo sufriendo esta soledad, encerrada en una cárcel de emociones, una cárcel abierta, yo tengo la llave para una puerta que no se cierra. Una puerta que guarda los secretos mas profundos que alguna vez hubiese querido guardar.

Y por mis labios corriendo una vez más esa hiel que provocan tus besos secos del ayer, esos besos que ya no existen, no existen en mi memoria vilmente herida por el filo de tu partida inexplicable. Mis labios que se secan, ya están amargos. Se secan y se siguen secando mientras grito de dolor. Mi dolor escondido en un baúl. Mi dolor enterrado bajo mis pies.

El mar, testigo ceremonial. Y yo la obra principal. Jadeando de cansancio y estableciendo en mi ser el mismísimo infinito retorcido en una rosa sin pétalos cuyas espinas agreden mi piel sin motivo alguno. La eternidad se hace presente y muestra su jerarquía. No somos nada en este mundo de papel mojado y tiza.

La respiración se entremezcla con el viento sellando mi sufrimiento a carne viva. Sellando ese dolor inapelable, ese dolor de mujer abandonada y sola. Tal vez ya ni dientes tenga en mi boca, quizás los gritos y la fuerza de su sonido los hayan desplazado por completo de mis encías. Tal vez ya ni uñas tenga en las manos de tanto arañar la tierra, de tanto golpear el cielo y de tanto apretar el aire.

Pájaros violetas, pájaros azules, anuncian que el Sol se hace presente. Anuncian el fin de la oscuridad avasallante que pesa en mi espalda encorvada. Cantan porque están vivos. Celebran. Y yo canto, canto porque estoy muerta. Celebro. 

viernes, 7 de septiembre de 2012


Como todos los domingos del mes, se tomaron de la mano y comenzaron a caminar por el desperfecto empedrado. A caminar por un laberinto de mármol blanco y negro interminable. Llevaban comida, nada muy elaborado, el diario y unas flores blancas. En sus respectivos rostros se vislumbraban algunos cuantos años de llanto y en sus ojos una cristalización muy particular. Un llanto que a pesar del paso del tiempo costaba entender.

Por lo general los domingos eran soleados, y acostumbraban a llegar por la tarde, cuando el Sol ya no les quemaba tanto la piel. Pero este, este era especial. El aire ocultaba algo de dramatismo y algo lúgubre se escondía tras las nubes que hace rato anunciaban tormenta. Caminaban sin mirarse, pero siempre tomados de las manos. Tampoco miraban a nadie a su alrededor, si es que en serio había alguien. Después de unos minutos, llegaron. Por fin, llegaron. La caminata variaba cada semana de acuerdo al recorrido, a veces un poco más largo, y otras tantas veces un poco mas corto.

Había una mesa, y tres sillas. Como era rutina, ella se puso rápidamente a barrer y el, a leer el diario. Estas acciones se repetían religiosamente cada fin de semana, ella limpiando y el leyendo la sección de deportes, asombrado por el triunfo de su equipo de futbol predilecto. Cuando terminaban, ponían la mesa. El mantel blanco de tela anti manchas, y sobre el tres platos, tres pares de cubiertos, y así respectivamente. Comían tranquilos, sin hablarse ni mirarse. Un plato siempre quedaba repleto de comida, y como es obvio una servilleta sin usar. Levantaban la mesa, y guardaban todo de vuelta en la canasta. Hacia frio, pero allí no había estufas, ni calderas, ni nada. Pocas veces había luz, y casi siempre el silencio era eterno.

Permanecían allí largas horas, cada uno haciendo una cosa diferente. Antes de partir se tomaban el atrevimiento de quitar las flores secas y colocar el ramo nuevo en el florero, dándole vida al lugar nuevamente. Si no estaban allí, se sentían vacíos, su casa era vacía. Costaba entender a veces lo que hacían cada domingo. Se iban del barrio muy temprano a la mañana y volvían muy tarde a la noche. Casi no interactuaban con ningún vecino. Nadie terminaba de conocerlos del todo, a pesar de que llevaban decenas de años en la misma casa pequeña y colonial en la esquina de la avenida principal. El mundo parecía avanzar, pero no ellos. Siempre usaban la misma ropa anticuada, el mismo peinado, y los mismos zapatos. Comían siempre la misma comida y discutían siempre los mismos temas. Lo único certero era verlos salir de su casa juntos  y tomados de las manos.

A la hora de emprender la vuelta, ese domingo lluvioso, paso algo que rara vez había pasado. Se frenaron en la puerta. Se miraron y ella balbuceo algunas palabras.
-‘Serán treinta años ya’-dijo.
-Lo se, treinta años de leer el mismo diario.- respondió

Ambos se volvieron a tomar de las manos, y salieron caminando por el mismo camino desperfecto y empedrado que habían entrado.  Unos minutos les tomo salir del cementerio, y emprender la vuelta a su casa.